Las cicatrices del suroeste
Por: Diego S. López Burgos
Hormigueros, Puerto Rico, noviembre 2020
Hormigueros, Puerto Rico, noviembre 2020
Soy de Guánica originalmente; me crié ahí hasta los nueve años y tengo lazos familiares y de amistad con ese pueblo, además de un tremendo amor hacia él. Como otros municipios pequeños de nuestro archipiélago, había estado atravesando un periodo difícil —en sus calles ya no se veía la actividad de antes y el crecimiento económico era cosa del pasado. Sin embargo, la gente que vivía ahí era como las plantas del Bosque Seco: a pesar de las condiciones adversas, permanecía tenazmente en ese pedacito de tierra tostado por el sol y la sal.
La situación empezó a volverse insostenible a finales de diciembre de 2019, con el inicio de la secuencia sísmica que tanto conocemos. Recuerdo que ya para principios de enero, la gente guaniqueña estaba bastante afectada mentalmente por los temblores constantes. Mi madrina y su familia habían venido a casa para despedir el año y se rehusaban a pasar mucho tiempo adentro, por miedo a que les sorpendiera un temblor bajo techo. Llevaban varios días de poco o ningún sueño y, aunque todavía no habían visto daños significativos (más allá de grietas en el empañetado y algunos deslizamientos de arenisca en su patio), la ansiedad de no saber cuándo vendría el próximo estaba siempre en el trasfondo de sus pensamientos.
El temblor del día de Reyes le dio un susto a todo el mundo —¡lejos de estar disminuyendo en intensidad, parecían estar aumentando! Sin embargo, el del siete de enero fue, indudablemente, el más aterrador. Ya llevábamos unas cuantas noches sintiendo temblores de madrugada, así que no nos tomó desprevenidos; de hecho, tan pronto empezó, simplemente brinqué de la cama y seguí los pasos —me agaché, sujeté y cubrí— sin pensarlo siquiera. La voz de mi padre diciéndonos "vamos, vamos, pa afuera" se escuchó a través de la puerta de mi cuarto, y tan pronto había parado de temblar, todo el mundo salió deprisa pero con disciplina por el patio de atrás, hasta llegar a la calle frente a casa.
Nuestros vecinos, una pareja mayor con la que no nos llevamos particularmente bien, estaban afuera y nos saludaron al vernos llegar espantados. Los desastres siempre son un recordatorio de que vivimos en comunidad. Estábamos sin energía eléctrica, pero otros vecinos tenían una planta y nos invitaron a tomar café y ver las noticias en la marquesina. Eran horripilantes. Se me llevaba taladrando en la mente desde pequeño que un terremoto así de destructivo era posible en teoría, pero, igual que con María, una parte irracionalmente optimista de mi ser no consideraba que realmente pudiera pasar. A medida que se fue el miedo inicial por lo inmediato —la familia nuclear y la casa— empezamos a llamar a la familia extendida y las amistades. Nuestros seres queridos en Guánica estaban bien, pero estaban rodeados por ruinas: las casas a su alrededor se habían colapsado en muchos casos.
Durante los próximos días empezamos a movilizarnos. Mi madre pertenece a un colectivo de ayuda comunitaria —la Brigada Solidaria del Oeste— que se formó a raíz de María, y rápido comenzamos a viajar frecuentemente a Guánica para ayudar como pudiéramos, ya fuese moviendo catres, comida, agua o casetas de campaña. Ver la destrucción en persona fue muy distinto a verla en las noticias. Mientras andaba por las calles de ese pueblo tan querido, era imposible no pensar en la época en que caminaba con mi abuela y mi hermano por ahí mismo para ir a la escuela. La elemental donde estudié estaba bien, afortunadamente, pero la intermedia a donde mi hermano y yo hubiéramos ido, y donde estudiaron mi papá y mi tía, estaba hecha pedazos. La alcaldía estaba comprometida y la arteria principal del pueblo, la Calle 25 de julio, estaba intransitable por los escombros. En el malecón por donde invadió el ejército estadounidense en 1898, las aceras que me enseñaron a correr bicicleta estaban agrietadas y torcidas violentamente.
Con el pasar del tiempo, el pueblo se ha ido vaciando. Mi madrina, por ejemplo, se fue a Florida con sus hijos y su madre, para ver si encontraba la paz mental que tanto necesitaba, aunque, una vez allá, continuaba pendiente al teléfono, recibiendo notificaciones cada vez que temblaba acá. Volvieron a Puerto Rico antes del comienzo de la pandemia pero su mamá no quiso regresar. Muchas de las personas que conocía en Guánica se han ido, y la mayoría de aquellas que se han quedado están haciendo planes para irse tan pronto les sea posible. El dilema es, en parte, que ¿quién querrá comprar una casa ahí ahora? Y, sin ese dinero, ¿cómo van a conseguir otra casa? Me pregunto qué hotelero millonario aprovechará los precios bajísimos para construir un resort de lujo en donde antes vivía gente.
De esos momentos amargos recuerdo los campamentos formales e improvisados, las ruinas, el sentido de incertidumbre (¿la próxima será la última vez? ¿el próximo será el que acabe con todo?), la falta de opciones y la mezcla extraña de solidaridad increíble y búsqueda despreciable de pauta. Digo que recuerdo porque ocurrió hace ya casi un año, pero sé muy bien que la pandemia solo distrajo nuestra atención —el sur sigue en el limbo y los terremotos serán, al parecer, otra herida mal cicatrizada en nuestro expediente colectivo.
La situación empezó a volverse insostenible a finales de diciembre de 2019, con el inicio de la secuencia sísmica que tanto conocemos. Recuerdo que ya para principios de enero, la gente guaniqueña estaba bastante afectada mentalmente por los temblores constantes. Mi madrina y su familia habían venido a casa para despedir el año y se rehusaban a pasar mucho tiempo adentro, por miedo a que les sorpendiera un temblor bajo techo. Llevaban varios días de poco o ningún sueño y, aunque todavía no habían visto daños significativos (más allá de grietas en el empañetado y algunos deslizamientos de arenisca en su patio), la ansiedad de no saber cuándo vendría el próximo estaba siempre en el trasfondo de sus pensamientos.
El temblor del día de Reyes le dio un susto a todo el mundo —¡lejos de estar disminuyendo en intensidad, parecían estar aumentando! Sin embargo, el del siete de enero fue, indudablemente, el más aterrador. Ya llevábamos unas cuantas noches sintiendo temblores de madrugada, así que no nos tomó desprevenidos; de hecho, tan pronto empezó, simplemente brinqué de la cama y seguí los pasos —me agaché, sujeté y cubrí— sin pensarlo siquiera. La voz de mi padre diciéndonos "vamos, vamos, pa afuera" se escuchó a través de la puerta de mi cuarto, y tan pronto había parado de temblar, todo el mundo salió deprisa pero con disciplina por el patio de atrás, hasta llegar a la calle frente a casa.
Nuestros vecinos, una pareja mayor con la que no nos llevamos particularmente bien, estaban afuera y nos saludaron al vernos llegar espantados. Los desastres siempre son un recordatorio de que vivimos en comunidad. Estábamos sin energía eléctrica, pero otros vecinos tenían una planta y nos invitaron a tomar café y ver las noticias en la marquesina. Eran horripilantes. Se me llevaba taladrando en la mente desde pequeño que un terremoto así de destructivo era posible en teoría, pero, igual que con María, una parte irracionalmente optimista de mi ser no consideraba que realmente pudiera pasar. A medida que se fue el miedo inicial por lo inmediato —la familia nuclear y la casa— empezamos a llamar a la familia extendida y las amistades. Nuestros seres queridos en Guánica estaban bien, pero estaban rodeados por ruinas: las casas a su alrededor se habían colapsado en muchos casos.
Durante los próximos días empezamos a movilizarnos. Mi madre pertenece a un colectivo de ayuda comunitaria —la Brigada Solidaria del Oeste— que se formó a raíz de María, y rápido comenzamos a viajar frecuentemente a Guánica para ayudar como pudiéramos, ya fuese moviendo catres, comida, agua o casetas de campaña. Ver la destrucción en persona fue muy distinto a verla en las noticias. Mientras andaba por las calles de ese pueblo tan querido, era imposible no pensar en la época en que caminaba con mi abuela y mi hermano por ahí mismo para ir a la escuela. La elemental donde estudié estaba bien, afortunadamente, pero la intermedia a donde mi hermano y yo hubiéramos ido, y donde estudiaron mi papá y mi tía, estaba hecha pedazos. La alcaldía estaba comprometida y la arteria principal del pueblo, la Calle 25 de julio, estaba intransitable por los escombros. En el malecón por donde invadió el ejército estadounidense en 1898, las aceras que me enseñaron a correr bicicleta estaban agrietadas y torcidas violentamente.
Con el pasar del tiempo, el pueblo se ha ido vaciando. Mi madrina, por ejemplo, se fue a Florida con sus hijos y su madre, para ver si encontraba la paz mental que tanto necesitaba, aunque, una vez allá, continuaba pendiente al teléfono, recibiendo notificaciones cada vez que temblaba acá. Volvieron a Puerto Rico antes del comienzo de la pandemia pero su mamá no quiso regresar. Muchas de las personas que conocía en Guánica se han ido, y la mayoría de aquellas que se han quedado están haciendo planes para irse tan pronto les sea posible. El dilema es, en parte, que ¿quién querrá comprar una casa ahí ahora? Y, sin ese dinero, ¿cómo van a conseguir otra casa? Me pregunto qué hotelero millonario aprovechará los precios bajísimos para construir un resort de lujo en donde antes vivía gente.
De esos momentos amargos recuerdo los campamentos formales e improvisados, las ruinas, el sentido de incertidumbre (¿la próxima será la última vez? ¿el próximo será el que acabe con todo?), la falta de opciones y la mezcla extraña de solidaridad increíble y búsqueda despreciable de pauta. Digo que recuerdo porque ocurrió hace ya casi un año, pero sé muy bien que la pandemia solo distrajo nuestra atención —el sur sigue en el limbo y los terremotos serán, al parecer, otra herida mal cicatrizada en nuestro expediente colectivo.